
Manzanas
¡Por fin llegaron las vacaciones!
Son las primeras vacaciones desde que me fui de Córdoba a vivir a Catriel. Se siente raro. Pero espectacular. Espectacular porque son vacaciones. Y raro por muchas razones. Primero, porque estoy en Córdoba pero ya no tengo mi pieza acá. Ni mi casa. Me quedo a dormir en lo de Pablo y Gabi, y aunque no es la primera vez que me quedo a dormir en su casa, antes a lo sumo me quedaba un fin de semana. Pero claro, antes nos veíamos todos los fines de semana. A veces en su casa y a veces en la mía. Ahora, en cambio, me quedo todas las vacaciones. Antes, para las vacaciones viajaba a pasarlas con mi papá, pero como ahora vivo con mi papá, es al revés y las paso con mi mamá. Bueno, cuestión que es raro pero espectacular.
Pablo y Gabi viven con la Popo, que es su mamá, en una casa también espectacular que queda en un lugar que se parece a ir a pasear a las sierras. El patio es grande, hay tierra, pasto y árboles, y queda cerca del río. Es muy distinta a la casa anterior de Gabi, Pablo y la Popo, que en realidad era un departamento con una terraza enorme que quedaba en la ciudad, aunque saliendo, y al que se llegaba por una calle superempinadísima y después había que subir por una escalera larga.
Durante todo el año nos hemos mandado cartas. Bueno, todo el año… Yo escribí más. Pero Pablo también me mandó una carta. Lo que pasa es que a mí me gusta escribir, y hacer chistes. Pero cuando llego a Córdoba, por la Gabi me entero de que uno de esos chistes no fue muy gracioso. Por ejemplo, en el sobre yo pongo: «Destinatario: Arq. Pablo Teodófilo Paz». Y, por supuesto, ni «Arq.» ni «Teodófilo» son de verdad. Ese era el chiste. Pero el cartero no le quería dar la carta a Pablo porque con sus doce años él es muy chico para ser «Arq.» (y también para ser «Teodófilo»). Resulta que tuvo que ir la Popo al correo para explicar que se trataba de un amiguito de su hijo ―o sea, yo― que hacía chistes, etcétera. Le dijeron que me dijera que eso no se hace, que las cartas son cosa seria. Al final le entregaron la carta a Pablo, pero ese chiste ya no lo voy a poder hacer.
P.D.: Pablo también me mandó una carta donde me puso “Ingeniero”, pero yo no tuve problema en recibirla, quizás porque el jefe del correo de Catriel es amigo de mi papá y se llama Juan, y aunque tiene cara de bravo es repiola. Fin.
No hay tiempo que perder. Con Pablo armamos la carpa y hacemos mediocampamento en el patio. Esto significa que algunas noches dormimos en la carpa, pero para ir al baño o si tenemos hambre entramos a la casa. Bueno, si queremos dormir más cómodos, también entramos a la casa y nos acostamos en las camas. Donde sea que vayamos a dormir, siempre nos quedamos hablando hasta tardísimo, o tempranísimo, porque a veces vemos que el sol ya pinta de celeste la ventana (o de verde y naranja la carpa), y cuando uno ya no puede más de sueño o no tiene ganas de hablar más, se lo hace saber al otro con nuestro saludo:
―Que sueñes con todos los angelitos... como yo.
―Si son como vos, prefiero morir de insomnio.
Ahí sí se da por terminada la charla.
Otra cosa espectacular es la parrilla que armamos con unos ladrillos que sobraron de algo que se quiso construir en el fondo. En esa parrilla hecha por nosotros hacemos un fuego y cocinamos unas salchichas dentro de un tarro gris todo abollado que nos da la Popo.

La Popo tiene un amigo nuevo con un apellido gracioso: se llama «Peranovich». Cada vez que viene a la casa, con Pablo le cambiamos la fruta y le decimos «Banananovich», «Naranjanovich» o «Anananovich».
La calle de la casa de Pablo y Gabi tiene un nombre raro, se llama «Pasaje Obrero», y, como es un pasaje, es cortita. Es de tierra, como la mía en Catriel. Está bueno tener eso en común. La diferencia es que en la calle de Pablo y Gabi se hace una laguna inmensa cuando llueve. Tan inmensa que: uno, los autos no pueden pasar; y, dos: se llena de ranas que hacen un ruido rarísimo, más raro que el nombre de la calle. Un ruido como de naves espaciales.
Y otra cosa espectacular es que la Piqui, la perrita de Pablo y Gabi, acaba de tener cachorros. Con Pablo los metemos en nuestro campamento y les ponemos nombres. A uno le pongo «Kilimbay», como dice esa canción de Los Pericos que tanto escuché en el viaje de egresados de séptimo. A otro le ponemos «Jimmy», como la canción de Madonna del casét que me regalaron. A cada cachorro le cantamos su canción. A uno le cantamos: «Jimmy, Jimmy, oh oh, Jimmy, Jimmy...». Y al otro le cantamos: «Kilimbay, güe ni más chus mis náis...».
Un día, con Pablo nos vamos al río que está cerca de su casa. Llevamos unas manzanas para la tarde. Al lado del río hay una cantera enorme. Nos tentamos y traspasamos el cerco de alambre. Total es fin de semana y no hay nadie. Nos trepamos por las montañas de arena y granza. ¡Son gigantes! Subimos y bajamos, y volvemos a subir. Lo más bueno es tirarse rodando. Pero nos damos cuenta de que nos equivocamosen algo: ¡sí hay alguien! Hay un hombre cerca de una pala mecánica. Cuando vemos que nos ve, empezamos a correr. Cruzamos otra vez el alambre, esta vez para salir, y corremos para el río, bajando por la ladera, entre miles de árboles que no dejan ver mucho. Yo voy adelante y Pablo detrás. En un momento, alcanzo a ver una raíz que asoma del suelo y la esquivo de un salto. Pero me olvido de un pequeño detalle: avisarle a Pablo. Prometo que eso no era un chiste. Inmediatamente después de que me acuerdo de que me olvidé, Pablo se tropieza con la rama y rueda aparatosamente entre las ramas y los yuyos. No se cae al río de casualidad. Pero eso no es raro en Pablo. Él siempre se golpea con algo o se cae. Siempre anda todo raspado.
Encontramos una playita que está buenísima. Tiene arena y no hay nadie. Nos sentamos y sacamos las manzanas. El río pasa delante de nuestros pies, tranquilo y también sin importarle nada. Solo se oye eso, el paso del agua, y los pájaros, y apenas el viento en las hojas. Hay olor a moras y a esas frutillas que se van desparramando, solas nomás, por todo el suelo. Me hace acordar cuando una vez fuimos a Saldán con mamá, solos ella y yo. Las manzanas están riquísimas, dulces, como las de las chacras de Catriel. Mientras comemos, no decimos nada; se nota que hay hambre. Con Pablo miramos el río.
Hace un tiempo que vengo teniendo la sensación de querer buscarle explicación a algunas cosas. Si es posible, a todas. Creo que yo no era así antes (creo). Pero ahora sí soy. Y entonces, por ejemplo, ahora, sin querer, me pongo a recordar este momento mientras lo estoy viviendo. Pablo, las manzanas, el río. «Esto es la felicidad», me digo y también lo digo en voz alta, para acordarme (no sé si Pablo me escucha, parece que no, porque sigue mirando la corriente): un momento en el que no se necesita nada más. Pero nada más. Lo juro. Eso es. Siento que acabo de hacer un descubrimiento y que muchas veces más adelante voy a volver a escucharme diciendo esto que acabo de decir en voz alta, cuando tenga miedo de olvidarme.