
Mancha
―Gracias, Mariana ―dice la señorita Yiyí no sé a quién.
Entonces, sin querer, miro hacia su escritorio.
Yo me siento adelante de todo, en la primera fila, casi pegado al pizarrón, porque no veo bien y me da vergüenza ponerme los anteojos. Es por eso que, como estoy ahí cerca, ahora veo y oigo perfectamente el momento en que esta chica, Mariana, que tiene el pelo castaño y recogido con un chuflín, le deja a la seño el borrador y las tizas. Mariana da media vuelta enseguida y sale del aula. Y yo quiero disimular y no darme vuelta para ver hacia dónde va, porque tengo todo el grado detrás y se darían cuenta, pero me pongo nervioso.
Suena el timbre y en vez de ir al baño a tomar agua con mi vaso de plástico azul plegable, salgo directo al patio y me paro justo donde termina la galería. Ahí la veo. Lo imaginaba: esa chica también es alumna de la seño Yiyí, pero de séptimo (la seño Yiyí tiene dos grados: sexto, donde voy yo, y séptimo, donde va Mariana. O sea que ella va a un grado más que yo. O sea que debe tener doce). Su aula está justo enfrente de la mía.
Ahí la veo. Está en la puerta de su aula. Habla con sus amigas. Lleva puesto un buzo o un pulóver encima del guardapolvo. Es la única que lleva puesto algo arriba del guardapolvo. Es relinda. Ay.
Esta noche estoy pensando que me duele la panza. Me da bronca, porque no me gusta no saber qué me pasa. Es algo nuevo, pero muy fuerte y que no entiendo. Pero ya quiero que sea mañana.
―¿Por qué te pusiste el buzo arriba del guardapolvo? ―me pregunta mamá mientras desayuno―. ¿Se puede?
―¿Por qué no se va a poder?
―Porque la idea del guardapolvo es que vayan todos iguales. Además, ¿no es incómodo?
―No ―respondo rápido, pero la verdad es que sí; es un poco incómodo.
Tomo el café con leche de un sorbo y me apuro para salir porque quiero llegar temprano, así la veo más a Mariana, desde que hacemos la fila. Ella después se va a su aula y no la veo hasta el recreo. O salvo que la seño le pida que traiga el borrador y las tizas.
―¿Qué hacés?―me pregunta Jonás cuando me ve parado y distraído en el borde de la galería, mirando hacia el aula de enfrente sin hacer más que eso, ni jugar a la pelota ni sostener el elástico para que las chicas salten.
Yo pienso un poco pero no me aguanto.
―Te cuento algo, pero no le digas a nadie. ¿Ves esa chica de séptimo? La que tiene el pulóver. Se llama Mariana. Me regusta. Nadie lo sabe. Prometeme que no se lo vas a decir a nadie.
Jonás mira para donde le señalo.
―¿Y por qué no se lo decís a ella?
Yo lo miro y pienso «Eso es imposible», pero no digo nada.
Suena el timbre y vuelve a sonar. Eso significa que falta solo una vez más para ver a Mariana hoy. O dos, si tengo la suerte de que a los de sexto nos hagan salir con los de séptimo al mismo tiempo.
En los recreos, Mariana no es de correr, ni de jugar al elástico. Habla todo el tiempo con las amigas y también con las maestras. Va de acá para allá, eso sí. Como si tuviera mucho que hacer. Como si supiera lo que hace. Parece más grande. Es muy inteligente. Todos las admiran. Es como una ídola.
Cuando voy a la casa de Martín o me quedo en mi pieza con José ―el hijo de Cecilia, la señora que nos cuida a Dani y a mí― jugando, leyendo o escuchando música, no dejo de pensar en Mariana. Estoy distraído. Sí me doy cuenta de una cosa, que es rara porque es nueva, pero también está un poco buena: esto que siento me hace sentir importante. No sé bien por qué, pero tener a Mariana en mi pensamiento, en mis esperas, está bueno, como si completara algo que no es que estuviera incompleto antes sino que directamente no existía. Me gusta sentir esto, aunque no lo entienda, pero también me da mucha vergüenza. Me gustaría poder contarlo, pero no puedo. Quiero que los fines de semana pasen rápido, para volver a la escuela.
Hoy es una mañana fría y oscura. Sobre el patio el cielo es azul fuerte, como de hielo. Formamos. Me hacen pasar a la bandera. Por suerte ya está atada. Mientras subo la bandera, los demás cantan «Aurora», y como el mástil no es tan alto y la canción es relarga, la voy subiendo despacito, para que dure toda la canción. Pero la maestra me apura, porque hace frío. Es preferible que aunque la canción siga, nosotros volvamos rápido abajo del techo.
Entramos al aula y me acomodo en mi banco, bien adelante.
―¡Ey, Guille! ―me llama a los gritos alguien de atrás. Creo que es Cristian.
Me doy vuelta y veo que está entrando Mariana con el borrador y las tizas. Y Cristian se ríe. Y Salvador, que se sienta al lado suyo. Todos se ríen. Las chicas también. O por lo menos tienen cara de picardía. Y me parece ver que la seño Yiyí también pone alguna cara. ¿Cómo es posible? Solo hay una respuesta: Jonás. Estoy perdido.
Siento que me quema la cara. Vuelvo la mirada hacia adelante y trato de hacerme el distraído. Es imposible. Tiemblo. Mariana pasa justo a mi lado. Deja las cosas sobre el escritorio.
―Gracias, Mariana ―dice la señorita.
Y Mariana se vuelve derechito por el pasillo hasta la puerta, mientras todos me gritan «¡Ey, Guille! ¿Me prestás el cuaderno?», «¡Guille! ¿Tenés un lápiz?» y cosas por el estilo. No lo puedo creer.
Estas vacaciones de invierno no me voy a Catriel porque mi papá viene a Córdoba. Vamos a ver «Superman» al Cinerama. Compramos caramelos Sugus y maní con chocolate. A mí me encanta Superman. Y la música está buenísima. Antes de entrar, me gusta ver las fotos que pegan en la puerta del cine para después buscar esas situaciones en la película. Pero no siempre las encuentro todas. Cuando salimos de la sala vuelvo a ver las fotos y me doy cuenta de que no todas esas imágenes aparecieron en la película. Eso me parece raro. Creo que es parte de algún secreto. Me doy cuenta de que eso es lo que más me gusta de Superman: que tiene un secreto. Y pienso en Mariana.
Después de la película, papá compra praliné y me pregunta si quiero comer un pancho electrónico. ¡Por supuesto que sí! Mientras caminamos por la peatonal, me cuenta que en Catriel tiene una novia que se llama Marisa. Que ya la voy a conocer cuando vaya en el verano. También me cuenta que está haciendo una casa. Que por ahora es chiquita pero que le va a agregar una pieza para mí.
―Mirá qué linda camisita―dice mi papá parándose de repente frente a una vidriera.
Yo lo miro con desconfianza porque él sabe que no me gustan las camisas pero igual me las quiere hacer poner. A mí me gustan las chalinas como las que usa él, porque también me las puedo poner arriba del guardapolvo.
Llegamos a casa y papá empieza a recorrer mi pieza y mis cosas. Del baúl de las chucherías saca una espada verde con luz ―aunque sin pilas― y empieza a payasear. Él me regaló el escritorio en el que hago las tareas, para no tener que hacerlas en la mesa del comedor. Arriba del escritorio está el revistero lleno de los Billiken que él me manda desde Catriel. Y también hay una «M» que yo hice con una chapa que encontré en un baldío. Papá se cuelga la «M» (él dice que es de «Marisa»), se pone un casco de juguete, y agarra la espada y el walkman.
―Sacame una foto ―me pide.
Con sus bigotes y la cara que pone queda muy gracioso.

Se terminaron las vacaciones. Ya pasó la parte fea (horrible) de despedir a mi papá. Hoy vuelvo a la escuela. No puedo más de las ganas de ver a Mariana. Allá está. Rodeada de sus amigas. Ella nunca me mira. Bueno, alguna vez sí, y cuando nos miramos a los ojos, yo miro para otro lado para hacerme el indiferente.
―¡Hola, Guille! ¿Cómo te fue en las vacaciones?
―¡Eh, Guille! ¿Jugamos a la pelota hoy?
Todo esto significa que me están cargando. Es porque está entrando Mariana. Se está acercando. Pasa justo al lado mío, porque yo me siento bien cerca del escritorio y del lado del pasillo. Siento el perfume de Mariana. Se me estruja el corazón. Este es mi secreto. Por más que me carguen, por más que todo el mundo, incluso Mariana, sepa que ella me gusta, nadie puede saber lo que siento. Todo esto que me pasa por dentro. Y también por fuera, porque se nota, porque no sé qué decir, porque me pongo colorado.
Para los actos, la seño siempre me pide leer. A veces es una poesía, que a veces escribo yo, o a veces es presentar los grados. Leer me gusta.
―Guille, ¿querés hacer de Sarmiento minero en el acto del Día del Maestro? ―me pregunta la seño.
Actuar no me gusta tanto. Sí, actúo un montón cuando estoy solo. Invento mis propias historias. Pero actuar en un escenario frente a todos no me convence.
―Mariana va a hacer de maestra ―dice después la seño.
Hoy es el día del ensayo. La seño Yiyí me va a buscar al aula y me lleva al salón. Me siento importante saliendo de clase solamente yo. En el salón ya están los otros chicos y chicas que van a actuar. Y ya está Mariana.
―A ver, Guille. Vos ponete acá.
La seño Yiyí me pone, claro, al lado de Mariana. No sé por qué. Todo parece una gran casualidad. Como en las películas. La seño nos da un papelito a cada uno. Es lo que tenemos que aprendernos para el día del acto. Yo enseguida me aprendo la letra... de Mariana. Ella tiene que decir: «Yo soy la maestra, y enseñar y aprender es lo que más me gusta hacer». Después me toca a mí. Espero acordarme lo que tengo que decir el día del acto y no confundirme.
Hoy ya es 11 de septiembre. Mamá me consiguió una linterna de minero espectacular. Y un casco. Y me pintó un poco la cara con corcho como si fuera carbón. Mariana va vestida de maestra, que es casi igual a ir vestida de alumna, así que no se tuvo que disfrazar mucho, solamente no ponerse el pulóver arriba del guardapolvo. Yo estoy nervioso pero también estoy chocho. Me encantan los actos, porque después hay torta y gaseosa en las aulas, y nos quedamos jugando, y podemos jugar con los otros grados.
Yo me pongo a pensar una cosa y es que nunca le dije nada a Mariana. Nada de nada. Ni una palabra. Creo que ni siquiera «Hola». Pero ¿cómo podría?
Después del acto, empezamos a corrernos entre todos los de sexto y séptimo. Todos, chicos y chicas. Corremos por toda la escuela. Yo veo dos cosas raras. Primero, que Mariana está jugando. Y segundo, que se deja manchar rápido. Y empieza a correr. Mejor dicho, empieza a correrme. A mí. Por todo el patio. Por todas las galerías. Por el salón. Los otros chicos le pasan al lado pero ella me corre a mí. Yo voy hasta la puerta de tercero y de pronto quedo acorralado contra la pared, un poco a propósito. Y hasta ahí llega Mariana.
Mariana se pone delante de mí, y me encierra con sus brazos uno a cada lado de los míos. Yo no paro de temblar. Todos los chicos nos miran. Pero en ese momento parece como si no estuvieran. Yo me doy cuenta de eso porque nadie se acerca y hay como un silencio que no quiero que se termine. Mariana me mira fijamente a los ojos, tan tranquila. Yo he estado buscando tanto que me mire para después hacerme el distraído, y ahora ella no me saca los ojos de encima y yo no me quiero escapar. Se acerca más de lo que ha estado nunca, más que cuando pasa al lado mío para dejar el borrador y las tizas. Alza su mano derecha y la hace volar un rato sobre mi hombro. Al fin, apoya la punta de sus dedos en mi pecho:
―Mancha.