Nombre
Estoy de vacaciones en Catriel, con papá. Pero papá no está de vacaciones, entonces se tiene que ir a trabajar. Y como no vive más con Alicia, no me puedo quedar en su casa con ella, o con Néstor y Niyú, sus hijos. Mi amigo Seba también se fue de vacaciones, entonces tampoco me puedo quedar en su casa. Ahora papá se va a trabajar y no tiene con quién dejarme.
Vamos a una casa que queda sobre una calle de tierra, como casi todas las calles de Catriel. Es una casa que no conozco. Es la primera vez que papá me lleva ahí. Al bajar del auto, salen una señora y un señor, sonrientes. Papá los saluda. Es la primera vez que veo a esas personas. Papá me presenta. Me dice sus nombres y creo que a ellos les dice el mío. El señor habla poco, pero sonríe bastante. La mujer habla un montón y sonríe más.
―Te paso a buscar más tarde, hijo ―me dice mi papá.
―Quedate tranquilo, Quito ―le dice la señora a mi papá.
A mi papá le dicen básicamente de dos maneras: o «Doctor» o «Quito». «Quito» porque se llama «Enrique» y de chiquito le decían «Enriquito». Y «Doctor» porque es doctor. Los que le dicen «Doctor» a veces toman la mala decisión de querer pronunciar nuestro apellido, que es difícil de escribir y más difícil aún de pronunciar. Y hay quienes le dicen de las dos maneras al mismo tiempo: «Doctor Quito». Esa es la más divertida de todas.
Papá va hacia el auto, se sube, arranca, me saluda por la ventanilla y desaparece en una nube de tierra. Entonces, como para atajar el repentino desamparo, la señora se apura en decirme:
―¿Querés tomar la leche, Daniel?
Sonamos. Por alguna razón, yo ya había empezado a decidir que sentía vergüenza en ese lugar y que me iba a costar decir palabra. Y ahora más todavía. La señora me mira como extrañada; me da la sensación de que mi papá no le contó toda la verdad, o que ella no prestó atención. Entre todas esas cosas, también le habrá dicho que yo no soy precisamente tímido. Entonces, para no desairarla del todo, muevo la cabeza porque sí, me gustaría tomar la leche.
Entramos a la casa, está un poco oscura. Es que no es tan tarde pero el cielo está nublado, y todavía no han encendido las luces.
―¿Te gustan las galletitas, Daniel?
Todo me da una vergüenza bárbara. ¿Quién es esta gente? Trato de recordar qué me anticipó mi papá antes de dejarme ahí. Pero no me acuerdo. Y no tienen hijos, y se nota. Es una casa de grandes.
Por supuesto que quiero galletitas, entonces vuelvo a mover la cabeza, siempre en silencio.
―¿Qué te gusta hacer, Daniel?
Oh. Eso no lo puedo responder moviendo la cabeza. Mastico la punta de una galletita, para ganar tiempo. Papá me acaba de dejar ahí, falta un montón para que me pase a buscar, encima papá siempre me hace esperar, excepto cuando estoy en lo de Seba, que el tiempo se me hace corto. Pero esto recién comienza y se va a hacer largo.
―¿Querés ver la tele, Daniel?
Buenísimo, con esto zafo.
―Ajá.
La señora va hacia el televisor y lo enciende. Pasan unos dibujitos raros. No conozco los dibujitos que pasan en la tele de Catriel. En Catriel hay dos canales: el 10 de General Roca y el 7 de Neuquén. Pero no pasan las mismas cosas que pasan en los canales de Córdoba. En Córdoba tenemos tres canales: el 12, el 8 y el 10 (que no es el mismo que el 10 que se ve en Catriel).
Me quedo haciendo como que veo la tele. El señor de la casa hace rato que desapareció detrás de alguna puerta. Pero la señora se empeña en quedarse cerca. Y en mirarme. Y en hablar. Me pregunta cómo me va en la escuela, si me gusta Catriel, cómo es mi vida en Córdoba y si quiero más leche. Y Daniel, Daniel, Daniel.
Es rarísimo que me pregunten cosas y yo no responda nada. Nunca me pasó. En general, siempre quedo bien con la gente grande. «Qué bien se porta tu hijo, Quito», etcétera. Pero ahí no me sale una sola palabra. No he dicho absolutamente nada desde que papá me dejó ahí. La señora me mira desconcertada. Me parece que también un poco triste. Pero no se da por vencida.
La noche va cayendo y yo miro de reojo por la ventana a ver si llega mi papá. Hasta que, por fin, aparece el Renault 12 y se estaciona en el límite difuso entre la calle y la vereda, ambas de tierra.
No quiero hacer sentir mal a la señora, entonces disimulo el entusiasmo. No salgo corriendo pero me pongo de pie muy rápido. No puedo evitar darme cuenta de que la señora está todavía más triste, como si no hubiese podido cumplir una misión. Suspira con amargura cuando oye que golpean la puerta y sabe que me vienen a buscar. Creo que todo lo que le contaron de mí, que era divertido, que era bueno y educado, etcétera, terminó siendo eso: un cuento.
―Ahí llegó tu papá, Daniel ―informa, a destiempo.
Mi papá nos espera con el ambo puesto, recién salido de la Unidad Sanitaria, que es como se llama su trabajo. A pesar de mi esfuerzo inicial por disimular, no puedo evitar correr los últimos metros hacia la puerta. Confieso que me quiero ir de ahí.
―Hola, Quito ―saluda la señora, forzando una sonrisa―. ¿Y... ―comienza a decir mi papá, con su rostro cansado pero sonriendo de verdad― cómo se portó el Guille?
Al oír mi nombre, la señora gira como un rayo hacia mí y me clava sus ojos, con terror. Yo sabía que iba a pasar eso, entonces ya decidí de antemano que no la iba a estar mirando. Me hago el gil.
La señora balbucea algo, pero no le sale decir nada más. Todo va a quedar para siempre entre ella y yo. Total, yo tampoco me acuerdo de cómo se llama.
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